“Hace tiempo que no venías”, me dice Carmen al verme. Aunque también soy habitué de otros bares, La Flor de Barracas es el único café porteño en el que quien me atiende, me reconoce. No debe ser casualidad: aunque pasen los años, este lugar tradicional de la zona sigue cultivando ese aire de bodegón para el cual cada comensal es único.
Cuando en noviembre del año pasado se supo que esta esquina de Suárez y Arcamendia cerraba sus puertas, llegó la duda: “¿Vendrá un gran emprendimiento inmobiliario?”, pensaron varios. Pero el alivio fue rápido: Victoria Oyhanarte, dueña de la propiedad desde 2009 y administradora del restaurante hasta el año pasado, aclaró enseguida que quien lo gestionara debía seguir dando de comer, como se hace ininterrumpidamente desde hace más de un siglo.
Por azares del destino, el proyecto cayó en manos de Carlos Cantini, un escritor, gestor cultural y amante de los bares porteños (cuyas pasiones vuelca en su blog Café Contado). Junto a su hermano Fernando, su primo Lucio (reconocido chef) y su mujer, la arquitecta Gabriela Ahumada, decidió aceptar el desafío. Y, tras una “refrescada patrimonial”, La Flor reabrió a principios de mes con horario corrido, nueva carta y su espíritu original, reforzado.
“No hicimos modificaciones severas, sino que empezamos a lucir cosas que estaban ocultas”, cuenta Carlos. Entre esas cosas, se destaca una gran panera antigua que da la bienvenida al patio, varios portabotellas, una figura de la Virgen de Luján y espejos que adornan las paredes junto con fotos de la zona, que datan de principios del siglo pasado.
El espíritu de barrio se reforzó haciéndole honor a dos tangueros y barraquenses ilustres: Eduardo Arolas, cuyo apellido escrito en luces de neón da nombre al patio de La Flor, y Ángel Villoldo, como se bautizó al remozado salón contiguo al restaurante, donde habrá exposiciones artísticas, milongas y hasta recepciones para novios que vengan de casarse en la Subsede Comunal 4, que está enfrente.
El visitante asiduo también notará que la cortina que separaba ambos salones se reemplazó por una puerta de madera que perteneció al colegio Inmaculada Concepción de Monserrat. Lámparas de ferrocarril contienen las luces. Y la tipografía de los carteles también se modificó: ahora es la misma que usaban por el 1900 empresas de la zona como Bagley o Alpargatas.
Pero quizás lo que más cambió no entra por los ojos, sino por la boca. Al mediodía, pastas y milanesas siguen siendo las protagonistas. Pero, a la noche, el ceviche, el cordero patagónico y el salmón rosado debutan para darle un toque más gourmet a la propuesta, sin abandonar el espíritu de bodegón barrial.
Lo que no se modificó demasiado en este café notable es el elenco de sus mesas, compuesto en su mayoría por docentes de la cercana Normal número 5 y por otros trabajadores de la zona. La peluquería también continúa, a cargo de Linda, una joven sueca que saltó el charco por amor.
“‘Tanto escribir de cafés’, me dijeron, ‘ahora tenés uno. A ver qué hacés’”, recuerda Carlos entre risas. Todo indica que La Flor de Barracas seguirá contando muchas historias más, como viene haciendo su nuevo capitán.
Fuente: La Razón
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