Habían pasado unos pocos minutos de las seis cuando el tranvía cruzó la última curva, aquella que les avisaba a los pasajeros que viajaban de memoria que estaban a punto de cruzar el puente sobre el Riachuelo. El encargado del puente que estaba por cobrar una efímera notoriedad recordará: “En ese momento me pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente. Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía escucharme; creo que tampoco tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en forma espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas y se sintió claramente el ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio. Un silencio aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también habían presenciado la escena y empezamos a planear el auxilio, a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro”.
De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio Benadasi, José Hohe, Buenaventura Arlia, y Gabina Carrera.
Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un mecánico italiano que viajaba hacia su empleo en la Compañía General Frabril y le contaba a no de los cuatro cronistas apostados por el diario “Crítica” en el lugar de los hechos: “Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. De repente sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. La cuestión es que sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron”.
Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los 56 cadáveres estuvieron a cargo del personal policial y de buzos del Ministerio de Obras Públicas, curiosamente dos griegos, Anastaxis Fotis y Antonio Splaguñías quien relató que “Cuando abría la puerta interna estaba cerrada y me costó abrirla, pero cuando lo hice se vinieron encima varios cadáveres amontonados. Me di cuenta de que estos últimos habían tratado de romper los vidrios para escapar, pero seguramente en la confusión no tuvieron tiempo y se ahogaron enseguida.
El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El autor del principito, Antoine de Saint-Exupéry escribió dolido en su diario: “He escuchado una terrible noticia. Yo, que tantas veces crucé la patagonia con vientos cruzados, me imagino el terror que habrán sentido los obreros que han caído al Riachuelo en el vagón del tranvía en que viajaban. En medio de la bruma, el conductor no advirtió que el puente había sido abierto para dejar paso a un barco. El diario "Critica" afirma que el culpable es el gobierno, por no mantener suficientes controles”.
Muchos apuntaron al joven motorman Vescio acusándolo de impericia, pero el juez de la causa el Juez Miguel L. Jantus determinó que se trató de una falla mecánica debida a que el comando que accionaba el freno encontraba defectuoso debido al desgaste producido por el uso. El fallo confirmaba que Vescio era una víctima más del sistema, que dejaba cuatro hijos y a su viuda embarazada. La responsabilidad era compartida: absoluta negligencia de la empresa propietaria que no tenía entre sus hábitos el control mecánico de sus unidades destinadas a simples obreros, y ausencia absoluta de control por parte de un Estado ausente.
Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y cronistas de todos los medios. A todos los conmovió profundamente la noticia que entre los muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los que se dolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba responsables más allá de los visible, de lo evidente, qué se preguntaba por qué tenía que estar allí ese niño, porqué este pibe, como tantos otros, tenía que salir a trabajar a las cinco de la mañana. En nombre de muchos, aquel entrañable Raúl González Tuñón escribió en la quinta edición de Crítica de aquel 13 de julio de 1930: “Uno de los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Nadie lo reconoció en el momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién sabe si ese chiquilín no tiene más familia que una abuelita vieja, a la que debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente sobre de la comida del día anterior. Esa sándwich era el único almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo, ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima”.
Fuente: Felipe Pigna (Página Oficial)
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