Los 140 años de historia de este bodegón de Barracas saltan a la luz en esa esquina sin ochava y locación excéntrica. En tiempos de polos gastronómicos y de apuestas sin gran riesgo, ¿a quién se le ocurriría abrir hoy un restaurante en un paraje tan desolado y fabril (sobre todo por las noches), a pasos nomás de la mancha negra del Riachuelo? El Puentecito tiene así el encanto del extrarradio, con esa esquina que casi se cae de la Capital y acaricia el conurbano. Y también de lo atemporal, de lo que no pasa de moda porque nunca lo estuvo.
Hay que tomar la decisión de ir hasta El Puentecito y hay que hacerlo por lo menos una vez en la vida. El lugar es tan porteño como la tira de asado de casi medio metro para compartir, uno de sus platos insignia. O como su suprema a la Maryland, también para compartir. De hecho, todo es para compartir: una montaña de papas fritas cortadas casi paille, banana madura empanada y frita, suprema generosa, morrón, jamón y una salsa de choclo aparte ($74). O como su flan mixto, famoso más allá de las fronteras del barrio. Cualesquiera de estos platos son una vía de entrada a la esencia de este bodegón.