La avenida Suárez comienza una fascinante mutación cuando pasa por debajo del Puente Pueyrredón y finalmente ingresa en otra área de la Ciudad, ya casi despojada de comercios y ganada en cada metro cuadrado por el cemento avejentado de un barrio fabril detenido en el tiempo: un arrabal de casas chorizo, que salpican las manzanas aún domadas por las edificios como cubos de las industrias que ya no son. Cáscaras vacías de sentido, o incluso en proceso de reconversión a condominios de lujo para una vida perimetrada, una burbuja bonita, pero sin dudas de falsa seguridad. Es, con todo, un escenario de paz.
Pero nada de esto es novedad para el hombre en cuestión. Hace 61 años que lo vive y lo respira, mientras reitera su rutina: todas las mañanas, Lamas Vázquez estaciona su Alfa Romeo bordó en la puerta de su peluquería sobre Suárez, levanta la persiana, enciende el ventilador, la radio, prepara las tijeras, se calza el guardapolvo celeste y se sienta, por último, a esperar la llegada del primer cliente.
Román Lamas Vázquez es en toda la Ciudad el comerciante vivo que más tiempo lleva atendiendo el mismo negocio en el mismo lugar: desde 1949, sin pausa, domingo y lunes cerrado. Es pretérito encarnado, sabiduría barrial enquistada en el cuerpo de un oso con acento de La Coruña. Dirá, entonces, que si alguien quiere saber algo de este barrio, él es la persona indicada para responder. “Pasa –explica– que poca gente sabe preguntar”. Y así empieza la conversación, que se intercala con comentarios sobre la caballera del cronista, cabellera, también, en franco retroceso.
-Usted dirá, joven.
-Yo no le quiero decir a usted qué hacer. Yo confío en que sabrá qué hacer- dice el cronista cliente, medio confuso, pero intentando dejar en claro que respeta los saberes y la autoridad que otorgan los años.
Lamas Vázquez, frente a esto, hace una mueca de aprobación, y agarra tijeras en vez de navajas.
-Cada uno tiene su manualcito, vio… yo creo que a usted, joven, hay que cortarle con tijeras...
Detrás de Lamas Vázquez y del cronista, sentado ahora en el viejo sillón de barbería de antaño, hay un cliente esperando su turno. Escucha la conversación mientras hojea la sección Deportes de Clarín. El cronista lo certifica mirando a través del reflejo del espejo. El clima es estupendo: afuera Buenos Aires se cocina parejo a 38 de sensación térmica, debajo de un sol criminal. Adentro, en la peluquería, el Split está clavado en 23 grados y un ventilador de techo que gira con lentitud se ocupa de redistribuir el aire por todo el ambiente.
-Mire, yo acá sé todo. Usted es nuevo en el barrio, ¿no? ¿Por dónde vive?
-En la otra cuadra, donde me dijeron que funcionaba la fábrica Piccaluga.
El peluquero se enciende. Deja de cortar y apoya las manos en los hombros del cronista y con la calidez de un abuelo bueno.
-Piccaluga –dice-, usted la está llamando por su nombre primitivo. Eso no lo saben tantos.
-Fue grande, ¿no?
-Había 3.500 empleados. Hacían telas para todo el mundo. Exportaban, exportaban. Después se pelearon entre los hermanos y el negocio se fue al tacho y la fábrica cerró. Todo el mundo en la calle. Después hicieron las viviendas. ¿Qué más quiere saber?
El corte avanza. Lamas Vázquez vive en Parque Chacabuco y si luce tan bien a los 79 años es porque hizo deporte toda la vida. También política: fue dirigente sindical de los peluqueros a mediados de los ´60, sigue siendo un gran vecino, conoce a casi todos sus clientes y no cuenta ninguna várice.
-Ninguna, y un peluquero de mi edad debería tener unas cuantas ya. Pero yo hice deporte siempre. Lucha, natación, fútbol, carrera. Hasta hace poco seguía nadando 40 piletas dos veces por semana. Y caminé mucho. Caminar es mejor que correr. Quince kilómetros, o diez, día por medio. Eso es todo. Y así pasa la vida. Aunque ahora ya estoy viejo, los achaques de la edad, y se me dispara un poco la diabetes. Pero un poco nomás.
Lamas Vázquez no lo pensó jamás, pero su figura rompe las fronteras del tiempo. Es el rastro de todas las épocas en una ciudad que esconde, bajo la alfombra de la urbanidad, pequeños tesoros carentes de prensa y promoción.
-¿Le marco las patillas?
-Ehhh, bueno.
Después habrá un final. Un corte finiquitado, ya con el hombre mostrando el cuadrito aquel, donde es reconocido por su trayectoria por el Gobierno Porteño. Tiene tiempo para contar algo más: -Quiero vender el auto y comprarme uno nuevo… va a ser mi último auto... porque los gustos hay que dárselos en vida, ¿no?
Fuente: Clarin
Link: http://www.clarin.com/ciudades/peluquero-guarda-toda-sabiduria-barrial_0_868713190.html
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